La luz y la sombra danzan en la seda blanca, tocan las curvas húmedas del gesto. Un color vivo, recién nacido, y tan -paradójicamente- fugaz, se retuerce en la mañana nacarada.
La vida existe a milésimas de segundo de la muerte. Todo el tiempo. Incesantemente se rozan entre el juego seductor de la luz y de la sombra.
¿Cómo asimilo a la vida sabiendo que está, a cada instante, rozando a la muerte? ¿Cómo resignifico el concepto de muerte si no sé diferenciar una de la otra en esa infinita simbiosis?
Si la vida es constante muerte y la muerte es nueva vida, tal vez ambos conceptos sean el mero juego mental de no poder descifrar el sentido.
¿Quién dijo que la muerte es sombra? ¿Dónde está escrito que es humedad, oscuridad y frío? ¿Y dónde que la vida es luz, calidez y color vibrante? Ambas cohabitan en el breve espacio-tiempo en que se fusiona la dualidad. Si estoy viva, al instante puedo morir. Si muero, revivo en segundos.
¿Y cuánto es un segundo en el tiempo infinito?
¿Acaso no muero y (re)vivo en cada bocanada?
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